Oh, rey de las naciones, cada vez más te acercas a Belén donde deberás nacer. El viaje llega a su término y tu augusta Madre, que un suave fardo conforta y consolida, va conversando contigo por el camino. Adora tu divina majestad, agradece tu misericordia: se regocija de haber sido elegida para el sublime Ministerio de servir de Madre a Dios. Ella desea y comprende al mismo tiempo el momento en que sus ojos Te contemplarán. ¿Cómo podrá prestarte los servicios dignos de Tu soberana grandeza, ella que se considera la última de tus criaturas? ¿Cómo se atreverá a cargarte en sus brazos, cerrarte contra su corazón, amamantarte en su seno mortal? Y sin embargo, cuando ella piensa que la hora se acerca, en la que, sin dejar de ser su hijo, Tú saldrás de ella y reclamarás todos los cuidados de su ternura, su corazón desfallece y el amor maternal que se confunde con el amor que tiene por su Dios, está al borde de expirar en esta lucha demasiado desigual de la débil naturaleza humana frente al más fuerte y poderoso de todos los afectos, reunido en un mismo corazón. ¡Pero Tú la sostienes, ¡Oh, Deseado de las naciones! ya que quieres que llegue a este momento bienaventurado de dar a la tierra su Salvador y a los hombres la piedra angular que los reunirá en una sola familia.