Enterado de las medidas tiránicas impuestas por Maximin Daïa en Oriente contra los Cristianos, Constantino organiza un poderoso ejército, guiado por el signo de la Cruz, y, aprovechando una campaña contra los bárbaros en Panonnie, entra en territorio de Licinius en el 322. Después de una primera derrota en Andrinopla, el tirano se repliega en Bizancio y luego será definitivamente vencido en la batalla de Crisópolis el 18 de septiembre del año 324. Constantino triunfante, en nombre de Cristo y de la Verdad, se empeña en ofrecer el Imperio romano reunificado al Rey de reyes, y como un nuevo apóstol hizo proclamar en los confines de Oriente y Occidente, de Mesopotamia a la Gran Bretaña, la fe en un Dios único y en Su Hijo encarnado para nuestra Salvación. En un edicto proclamado en todo el Imperio, declara que sólo Dios debía ser considerado como la causa de sus victorias y que él había sido escogido por la Providencia para ponerse al servicio del bien y de la verdad, e invitaba a todos sus súbditos a seguir su ejemplo, sin obligar por la fuerza a nadie. A ese nuevo Imperio Cristiano, que duraría mil años, este piadoso emperador decide darle una capital nueva, y, guiado por una señal divina, escoge la pequeña Bizancio, que ocupaba una posición clave entre Oriente y Occidente. El mismo marca los límites de la nueva ciudad y ordena a Euphrata, el maestro de obras, no escatimar ningún gasto para dotarla de monumentos y vías públicas que superarán en gloria y magnificencia a todas las otras ciudades del mundo. A la hora de la fundación de la ciudad, el 8 de noviembre del año 324, Bizancio recibió el nombre de Constantinopla y de Nueva Roma, y fue dedicada luego a la Madre de Dios. Los trabajos se realizaron muy rápido y, el 11 de agosto del 330, para el vigésimo quinto aniversario del reinado del emperador, se celebró con gran fasto la inauguración de la nueva capital.