María es, en fin, una mujer que ama. ¿Cómo podría ser de otro modo? Como creyente, que en la fe piensa con el pensamiento de Dios, no puede ser más que una mujer que ama. Lo intuimos en sus gestos silenciosos que nos narran los relatos evangélicos de la infancia. Lo vemos en la delicadeza con la que en Caná se percata de la necesidad en la que se encuentran los esposos, y se lo hace saber a Jesús. Lo vemos en la humildad con que acepta ser como olvidada en el periodo de la vida pública de Jesús, sabiendo que el Hijo tiene que fundar ahora una nueva familia y que la hora de la Madre llegará solamente en el momento de la cruz; que será la verdadera hora de Jesús (cf. Jn 2, 4; 13, 1). Entonces, cuando los discípulos hayan huido, ella permanecerá al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25-27); más tarde, en el momento de Pentecostés, serán ellos los que se agruparán en torno a ella en espera del Espíritu Santo (cf. Ac 1, 14).