Días después, Rosa desapareció de su casa. María, angustiada, la buscó por todas partes, pero no la halló. Su corazón de madre la hizo dirigirse a la cueva del Guáitara y ahí encontró a su hija jugando familiarmente con el Niño. María cayó de rodillas ante este espectáculo de ternura; y vio a la Santísima Virgen por primera vez. Temerosa del menosprecio de sus parientes y vecinos, prefirió callar y frecuentar sola la cueva. Poco a poco, ella y la niña la llenaron de flores silvestres y velas de sebo. El tiempo pasaba, y el secreto sólo María y Rosa lo compartían, hasta el día en que la niña cayó enferma y murió. María, muy afligida, llevó el cuerpo de la niña a los pies de la Virgen y le recordó las flores y velas que Rosa le solía llevar, y le pidió que le devolviera la vida. Presionada por la tristeza de las súplicas maternales incesantes, la Virgen Santísima obtuvo de su Divino Hijo la resurrección de la pequeña Rosa. Llena de alegría, María se fue a Ipiales. Llegó a las diez de la noche. Les contó a todos sus allegados la maravilla ocurrida. Los que dormían se levantaron; hicieron tocar las campanas de la iglesia, y una gran muchedumbre se reunió frente a la iglesia de la villa. Al amanecer, todos se dirigieron hacia la cueva. A las seis de la mañana, se encontraban en Las Lajas. Ya no podían dudar; de la cueva surgían luces extraordinarias. En la pared de piedra, estaba grabada para siempre la imagen de la Santísima Virgen.