En una iglesia en Paris, durante la octava de la festividad de Todos los Santos en 1465, el Bienaventurado Alan de la Roche deploraba la tibieza con que rezaba el rosario. De pronto Nuestra Señora se le apareció acompañada de varias vírgenes: «No huyas, hijo, si tienes alguna duda, en relación conmigo o sobre quienes me acompañan, haz sobre nosotros el signo de la Cruz; si somos visiones del infierno desapareceremos de inmediato, si no, es que somos enviadas del cielo.» Alan hizo el signo de la Cruz y la luz que ellas destellaban se volvió más intensa. « Hijo, no dudes, yo soy tu novia virginal, yo te amo y siempre me he interesado en ti; pero debes saber que nadie está dispensado de penas en este mundo, ni yo, ni mi Hijo, ni ninguno de los santos estuvieron exentos de sufrimientos. Es más, cubierto de las armas de la fe y de la paciencia, prepárate a pruebas más difíciles todavía que las conocidas hasta hoy, pues no te he escogido para hacer de ti un soldado de parada militar, sino para combatir como un héroe bajo la bandera de Jesucristo y bajo mis filas. En cuanto a la aridez espiritual que experimentas desde hace algunos días, no te atormentes por eso, yo he querido hacerte pasar esa prueba, sopórtala como una pena y un castigo por tus viejas faltas, y recíbelas también como un medio para progresar en la paciencia por la salvación de vivos y muertos.»