El Rosario de la Virgen María, que se desarrolló progresivamente en el segundo milenio bajo la inspiración del Espíritu de Dios, es una oración amada por numerosos santos y aconsejada por el Magisterio. En su simplicidad y en su profundidad, permanece, incluso, en el tercer milenio que comenzamos, como una oración de gran significado, destinada a dar frutos de santidad. Ella se sitúa en la línea espiritual de un cristianismo que, después de dos mil años, no ha perdido nada del frescor de sus orígenes y que se siente impulsado por el Espíritu de Dios « a seguir adelante » para “gritarle” nuevamente al mundo, que Cristo es el Señor y Salvador, que Él es «el camino, la verdad, y la vida» (Juan 14, 6) que Él es el «fin de la historia de la humanidad, el punto hacia el cual convergen los deseos de la historia y de la civilización».