Sacerdotes y fieles del pueblo católico de Honai en el Vietnam, me habían afirmado que no huirían ante los tanques triunfantes del régimen comunista ateo que estaban a cinco kilómetros de sus casas. Mujeres, niños y ancianos de esta comunidad valiente y resuelta se habían reunido en oración en las iglesias iluminadas. Los hombres, formados en batallones de autodefensa, el rosario en el cuello y y armados de viejas carabinas, se dejaron exterminar tratando de impedir el acceso de los carros blindados del Vietnán del norte a su parroquia. El padre Hoang Quynh , cura párroco de Cholon, refugiado del Norte, también me había dicho: "para nosotros, el comunismo es la muerte. En Tonkin tuvimos una pequeña idea de lo que ellos intentan asignarle a la población del Sur. Vejaciones, torturas, prisión, la fe acosada en las ciudades, en el campo, en los corazones, ese era su programa. Miles de tumbas se extienden por la frontera de China al delta del Mekong, la vía dolorosa del catolicismo. Y habrá miles más alrededor de Raigón, de Hue, de Dalat. Es el precio que debemos pagar. Estamos listos. Cada cruz será un testimonio ante los hombres. "