En 1946 la estatua de N. S. de Fátima fue llevada de Bombarral a Lisboa. Dos amigos se encuentran en medio de la multitud delirante que ovacionan a la Virgen como nunca nadie había sido festejado. Carlos, un joven creyente, como todo el mundo salta de júbilo, en cambio su amigo Fernando sonríe burlesco: “Y pensar que algo parecido sea visto todavía en pleno siglo XX! Que se venere a María, yo lo admito, pero aquí estamos frente a una estatua, esto ya roza la idolatría. Es demasiado, reconócelo.” De pronto, ven que tres palomas se aproximan a la estatua y una tras otra se coloca a los pies de la Virgen. Los gritos de alegría, los aplausos, las salvas de morteros se suceden, sin embargo, las palomas no se asustan. Una lluvia de flores cae del cielo y ellas no se inmutan. Todo lo contrario, bajan la cabeza y extienden las alas cuando la lluvia de flores se vuelve intensa, se acurrucan y arrullan delicadamente a la estatua, quedándose horas y días enteros inmóviles. Incluso ya dentro de la Catedral de Lisboa, las palomas no se mueven de su lugar. El 6 de diciembre de 1946, durante la misa solemne, una de ellas se posa sobre la corona de la Virgen, como símbolo del Espíritu Santo. A la hora de la Santa Comunión de los cuatro mil fieles presentes, ésta se vuelve hacia el altar y abriendo las alas permanece en gesto de adoración hasta el final. La multitud la observa sumida en la admiración. Fernando está ahí, con una niña en brazos que quiere ver mejor a la Virgen a quien le manda besos.