Las lágrimas son un legado de la Madre de los Dolores, legado innegable que no se le puede disipar en vanos afectos al mundo sin sentirse culpable de una suerte de sacrilegio. Santa Rosa de Lima decía que nuestras lágrimas son de Dios y que cualquiera que las derrame sin pensar en El se las está robando. Ellas son de Dios y de quien le ha dado a Dios la carne y sangre de su Humanidad. Si san Ambrosio recordando a Mónica, llama a Agustín «el hijo de tantas lágrimas » ¿A qué nivel de profundidad debemos entender nosotros que somos hijos de las Lágrimas de la Criatura excepcional que ha recibido el incomparable privilegio, como madre de Dios, de ofrecer al Padre eterno una reparación suficiente por el crimen sin nombre ni medida que sirvió a Jesús para cumplir la redención del mundo? Cuando santa Mónica lloraba los desvíos del fututo Doctor de la Gracia, sus lágrimas eran como un río de gloria que le traía el hijo incrédulo a sus brazos infatigablemente abiertos. Sin embargo, ella no tenía más que esas lágrimas para ofrecer y eran por la conversión de su hijo único.