Entre el Creador y la criatura, en relaciones como la que existía entre Jesús y María, el silencio, mejor que las palabras, era un lenguaje. ¿Qué podrían haber dado las palabras? ¿Qué hubiesen podido decir? No habrían podido cargar el peso de los pensamientos de la Madre, menos todavía los del Hijo. Hablar habría sido un esfuerzo, una condescendencia, una bajada de la montaña, tanto por parte de María como por Jesús. ¿Y para qué bajar? San José no tenía necesidad. El también permanecía por encima de esas montañas de silencio, demasiado en alto para que ninguna voz, yo diría casi el mínimo eco de la tierra, hubiese podido llegar hasta él.