La infancia de la comediante francesa Eva Lavallière fue trágica. Su padre que al final termina suicidándose, era jugador, bebedor y vagabundo y golpeaba a su esposa frente a su hija. Pero todo eso queda en el pasado, Eva llegaría a conocer el lujo y la abundancia a granel. El mobiliario refinado y la decoración de su apartamento alcanzan celebridad en París. En medio de todo, Eva no pierde de vista a la Santa Virgen, cuya medalla lleva siempre consigo. Por cada uno de sus éxitos acostumbra enviarle flores a la Madre de Dios. Un día del año 1917, de vacaciones en un castillo que había alquilado, escucha la homilía de un cura de campaña. El discurso del sacerdote le parece desprovisto de todo talento, sin embargo ocho días más tarde ella se encuentra a los pies de Jesucristo. Después de su conversión, pasa diecisiete meses en Lourdes. Y la mujer elegante, va ahora a vivir en la pobreza. Ha encontrado a Cristo y se dirige a Él como una pecadora al hombre que va a sacarla de la miseria. La enamorada, de ahora en adelante, hace por Cristo lo que nunca ha hecho por ningún hombre: renunciar a ella misma. Después de haber gozado de plena salud, ahora cae enferma. Acostumbrada a palacios y castillos, conocerá voluntariamente la sala común del hospital.“Tengo sed de llegar al Cielo y ver a Jesús”, decía. Ella, la admirada y conocida, sobre quien los periódicos hacían grandes tiradas, se hará poco a poco olvidar, sabiendo que hubiese bastado una palabra para volver a verse rica y rodeada de muchos. Un periodista americano llega a verla a su lecho: “Aquí tiene un cheque en blanco a su nombre, escriba la suma que quiera y dícteme algunos de sus recuerdos” y ella responde. “Mi alma no está en venta”. Eva muere el 10 de julio de 1929, fiel al Cristo descubierto doce años antes.