Antes de la Anunciación, María ya es toda de Dios, se ha ofrecido y entregado, es pobre y espera. Pero ignora todavía con qué plenitud debe realizarse en ella la palabra del Cántico. «Yo soy para mi amado y hacia mí tiende su deseo.”(Cant., VII, 11) Ella sabía sin duda de memoria por las Sagradas Escrituras; había comprendido en secreto su contenido, la orientación crística de cada palabra, donde el soplo ardiente del Espíritu consume todas las escorias de la humanidad impura a quien le son confiados los gestos de Dios. Ahí busca una Presencia y encuentra una Persona en la que toda la esperanza humana está contenida. Su corazón palpita en ese llamado «Que la Virgen conciba y de a luz un hijo» (Isaías, VII,14) Ella nunca pensó que le podría corresponder a ella. Tenía la mirada puesta en una dirección de la que no se separó jamás. Su mirada es sencilla: no se percata nunca de ella misma.