Estamos en 1586. En esa época la predestinación era un asunto apasionado para todos. Calvino había tratado ese tema en términos tan crudos, tan desesperantes que en las cátedras católicas de enseñanza lo tomaron como un ataque violento. Aunque sobre ese punto, Francisco se deja llevar con los ojos cerrados por la opinión de San Agustín y Santo Tomás, se sorprende pensando: ¿Y si Dios me ha reprobado? ¿Y si Dios me ha abandonado en mala hora? Sus pensamientos se le vuelven una obsesión. Hay en ellos una tentación y un sufrimiento purificador querido por Dios. Tal es la violencia de su pena que a menudo desfallece y a fuerza de llorar parece agonizar. Duplica, entonces, su oración hasta tocar el corazón de Dios. Esta agonía de un alma de veinte años dura seis largos años. Una tarde de enero del 1587, más muerto que vivo, royendo su angustia, cuando regresaba solo del colegio, entra a la iglesia de San Etienne des Grés. Desesperado corre directamente hacia su divina madre. En la capilla de la Virgen, humildemente postrado ante su imagen, le abre su corazón en presencia de Dios y luego toma una tableta puesta sobre una balaustrada de la capilla y lee con devoción: Recuerda Oh Madre… Oh Virgen, Madre de los Vírgenes, yo pecador recurro a ti gimiendo ante tus pies. Escucha mi oración. Ante el lamento de su corazón adolorido la tentación desaparece. Francisco, el estudiante consagrado a Dios y a la Virgen, en prueba de ello se obliga a rezar el rosario todos los días de su vida.