Cuando en mi temprana infancia, comprendí que Dios existía, fui cuidadosa y temerosa de mi salvación. Pero cuando supe que Dios era mi creador y juez de mis actos comencé a amarlo íntimamente, temiendo en todo momento ofenderlo con mis palabras y mis actos. Después, cuando supe que él le había dado la ley y los mandamientos a su pueblo, y había hecho tantas maravillas por él, decidí firmemente amarlo, y las cosas mundanas me resultaron amargas. Luego, sabiendo que Dios redime al mundo y que nace de una Virgen, yo me sentí tocada y herida de un gran amor y ya no pensaba sino en él, y no quería nada más que no fuera él. Me alejaba tanto como podía de las conversaciones familiares y de la presencia de mis padres y amigos, le daba a los pobres todo lo que podía tener y me reservaba para mí un vestido sencillo o muy poco para vivir.