Es ella, la que a través de su parto admirable da a luz a Cristo, Nuestro Señor, fuente de toda vida celestial, revestido desde su seno virginal de la dignidad de Cabeza de la Iglesia. Es ella, la que presenta al recién nacido a los primeros Judíos y a los paganos que llegaron a adorarlo como Profeta, Rey y Sacerdote. Además, gracias a sus ruegos maternos, su Hijo en Caná de Galilea obra el milagro maravilloso mediante el cual los discípulos creyeron en él. Es ella, la que exenta de toda falta personal y heredada, unida estrechamente a su Hijo, lo ofrece en el Gólgota al Padre Eterno y se une a él en el holocausto de sus derechos y de su amor de madre como una nueva Eva, por todos los hijos de Adán que cargan la mancha del pecado original. Así, ella que corporalmente es la madre de nuestra Cabeza, deviene espiritualmente la madre de todos sus miembros por un nuevo título de sufrimiento y de gloria. Es ella, la que obtiene, por medio de sus oraciones poderosas que el Espíritu del divino Redentor, entregado en la Cruz, sea comunicado el día de Pentecostés en dones milagrosos a la Iglesia que acababa de nacer. Es ella, la que al final, soportando el inmenso dolor de un alma en plenitud de fuerzas y de confianza, más que todos los cristianos, Reina verdadera de los mártires, completa lo que le faltaba al sufrimiento de Cristo…por su Cuerpo que es Iglesia. Es ella, la que envuelve el Cuerpo místico de Cristo, nacido del Corazón traspasado de nuestra Salvador, de la misma vigilancia maternal y del mismo amor afanado con el que había acogido y alimentado de su leche materna al Niño Jesús del Pesebre.