La Virgen, como Madre de Jesús, muy bien puede decirnos que el Señor de la gloria, durante su vida terrenal, tuvo un cuerpo de carne y afectos humanos. La piedad mariana es una piedra de toque para la correcta comprensión de la Encarnación.
Por eso la Madre del Señor es la persona adecuada para preservarnos de las herejías que niegan la Encarnación, o que niegan que Jesús tenía alma humana (lo cual es importante para que la nuestra sea deificada, ya que solo “lo que ha sido asumido por el Hijo de Dios es salvado”). Garante de la Encarnación, la Virgen nos hace adorar a un Dios que, en su Hijo, ha abrazado por completo nuestra condición (¡excepto el pecado!). Así, la Virgen, a través de la cual Jesús tomó un cuerpo similar al nuestro, es la promesa, en su persona y aún más en la de su Hijo, del matrimonio entre el Cielo y la Tierra.
Pero esta cuestión del cuerpo no se refiere solo a la fe. También tiene consecuencias prácticas. En este nivel, la Virgen, en su solicitud materna, nos advierte sobre el mal uso que en estos tiempos de profunda crisis le damos a la sexualidad. El hedonismo posmoderno transforma nuestros cuerpos en meros instrumentos de placer. A veces, lo desprecia (cuando está "fuera de servicio") y, a veces, lo idolatra. Aquí también la Santísima Virgen nos recuerda la dignidad eminente de nuestros cuerpos y nos advierte que están hechos para el don de uno mismo, y no para satisfacer impulsos en los que la preocupación por el otro no existe y que nuestro cuerpo resucitará al final de los tiempos.
Jean Michel Castaing, 15 de julio de 2019